James despertó en un hospital. El alcohol aún corría por sus venas, sus ojos contemplaban distorsionadamente su alrededor y sus insignificantes movimientos iban acompasados con las vueltas que daba su cabeza. Un joven envuelto en una bata blanca irrumpió en la habitación y, con un tono que expresaba su indiferencia, preguntó por sus alergias y le pidió el DNI. Lo sacó con cuidado del bolsillo trasero de sus tejanos. Desapareció tras la cortina dejándolo a solas varios minutos. En su ausencia una enfermera le comentó que las personas que lo habían traído se habían marchado hacía media hora, cosa que le sorprendió porque recordaba haber llegado en ambulancia. No pudo verla, pero la había oído, y esos fueron los únicos recuerdos que pudo procesar aquella noche. Cuando el joven regresó, lo animó a ir al baño. Le costó incorporarse y caminar en línea recta hasta la puerta de los servicios, pero necesitaba el agua fresca de ese grifo deteriorado. Se la pasó por la cara para poder ver si reconocía ese rostro difuso que lo observaba desde el otro lado del espejo. Mantuvo la mirada hasta que el joven le preguntó si había terminado. No contestó, se sentó en la taza del váter sin apartar la mirada del espejo y cuando hubo acabado, cruzó la puerta. Se sentó en el sillón que estaba junto a su cama, suspirando con los ojos cerrados, dispuesto a recordar lo ocurrido costara lo que costara cuando un hombre de edad corrió la cortina hacia un lado. Reiteró en el empeño general de saber si tenía algún tipo de alergia y James se limitó a decirle que tenía reacciones alérgicas cutáneas debido al estrés, cosa que remediaba con Antarax. El doctor dio media vuelta y echó a andar por el pasillo, dejando la cortina descorrida y la puerta abierta. Apenas pasados unos instantes regresó el joven para indicarle la salida. James se incorporó lentamente, se envolvió con su arrugada chaqueta roja y guardó el DNI. El joven lo acompañó unos escasos metros y lo dejó ir, dibujando eses a su paso. Los rayos de sol bañaron su rostro nada más cruzar la salida y James se preguntó a sí mismo cuánto hacía que no ponía un pie en el asfalto de las calles un domingo por la mañana. No tenía la más remota idea de dónde se encontraba, pero siguió tambaleándose con la vista fija en el horizonte, buscando su paquete de tabaco de Winston en sus bolsillos. No lo encontró, así que se conformó con el Pal Mall que tenía por abrir. Tampoco halló su mechero, así que se detuvo a comprar uno en un kiosko. Las calles estaban desiertas, y no se tropezó con más de dos transeúntes. Ni tan siquiera tuvo que interrumpir su paso en los semáforos. No le importaba dónde se encontrara el resto del mundo. Caminaba creando eses a su paso, con la ropa manchada de restos de vómito del día anterior, una coleta mal hecha, el rostro sin afeitar y un cigarrillo colgando de los labios. Dirigió la vista hacia sus manos, intentando localizar un pinchazo en alguno de sus dedos, recordando la punzada que sintió la noche anterior, y el manguito que le colocaron en el bíceps para medirle la tensión. Finalmente halló un casi imperceptible punto rojo en el dedo índice de su mano izquierda. Trató de reconstruir los acontecimientos, aunque nunca se le dieron bien los puzzles y más aún, siendo el oído la única herramienta sensorial con la que contaba. Se vio a sí mismo echado sobre el sofá de su apartamento, escuchando a los Nine Inch Nails, sujetando con una mano una copa henchida de tequila, y un purito Dux con la otra. Recordó cómo se anudaba los cordones de los zapatos y bajaba las escaleras de casa... el restó se emborronó. El primer bar, el segundo. Cervezas, whisky, más cervezas, más whisky, ese dolor punzante en el estómago... Presencias que medianamente podía identificar por las voces. Luego la sirena de la ambulancia, y después, nada. James se deshizo la coleta, advirtiendo que la goma de pelo no era suya. Resignado, sin dinero ni nadie a quien preguntar, James se derrumbó sobre el asfalto de las frías calles de Madrid, deseando que todo hubiese sido un mal sueño.