jueves, 21 de mayo de 2009

Declive

Todavía podía percibir sus ametralladoras palabras contrayéndose en mis sienes, al ritmo de mi corazón. Quise decirle que no podía empaquetar todo lo que nos unió durante tanto tiempo en una jodida bolsa de papel reciclado y enviarlo al basurero, ¡que no había espacio suficiente! Pero mis cuerdas bucales no respondieron al fragor de mis designios y, una vez más, fui incapaz. Quise asimismo preservar parte de mi orgullo, alzar la barbilla y clavar la vista en la impasibilidad de sus ojos; realzar mi vanidad, subrayarla y recalcarla... degradar la suya. Pero, ¿me hicieron caso? No. Condenado sistema nervioso.
Abatido, cerré los ojos. Pero había más dentro que fuera; recuerdos cuya agresión me convulsionó hasta casi perder el sentido. Concisos años de sensaciones, caligrafiados con una letra perfecta en cada uno de mis resquicios cerebrales y todos quebrándome con su insistencia por ser recordados.

Decidí seguir caminando. No tenía ni la más mínima idea de adónde me dirigía... ni de dónde me encontraba. Adelanté a unos extranjeros de entre los cuales una chica comenzó a dar grititos exaltada, nombrando al grupo que llevaba en la camiseta. Crucé de largo y atisbé una sonrisa (¿o fue una mueca?). Podía advertir las luces de un crucero a lo lejos, descansando en la nueva desembocadura del Llobregat. En un primer momento, consideré la idea de contemplar la infinidad hasta que los primeros rayos del alba dorasen mis pestañas, como buen poeta. Pero esta se desvaneció con la misma diligencia con la que surgió.

Debían de rondar las 5 de la mañana cuando me adentré en un callejón repleto de prostitutas y traficantes de droga. A medida que avanzaba sopesé la contingencia de hacerme con una, hasta que aquel bosquejo fue estructurándose y ya no pareció tan absurda. Continué deshaciendo la calzada hasta que una de ellas se colgó de mi brazo entre murmullos, con acento de una mala intérprete de telenovela sudamericana. Me temblaban las piernas. Frente a mí, otras 3 cazadesamparados arremetían contra más víctimas de la desdicha. “¿Cuánto?” pregunté, con una voz demasiado abrupta y trepidante. Sus problemas con el idioma me ocasionaron dificultades, pero poseía lo necesario para efectuar la transacción.

Mi vista deambuló por el suelo de una Barcelona negligente mientras nos dirigíamos al puerto, pues no quería contrarrestar las escasas miradas que se posaban sobre nosotros. Ella se limitó a decir las mil y una vulgaridades, sin desencadenarse de ese jodido acento de fulana asequible. Quise correr cuando me encontré sentado en un banco oculto de miradas ajenas, con ella arrodillada a mis pies, bajándome la bragueta. Sacó mi miembro sin más demora y lo introdujo en su boca. El frío y la angustia dinámica me impidieron lograr una erección, y el exagerado estrépito de sus succiones no ayudó demasiado. Pero su veteranía supo distorsionar la situación; sus manos me bajaron la ropa hasta que mi culo quedó expuesto a la frescura del banco. Dejé caer mi cabeza hacia atrás. Sólo fui capaz de percibir el exánime susurro del agua, un lejano tumulto de coches y su mugrienta libación. Sumergió una mano bajo mi camiseta y me acarició los huevos con la otra. Decidí poner algo de mi parte. Colé una de mis manos por su escote y la otra por su pantalón. Se detuvo una vez para mencionarme lo bien qué lo hacía y lo cachonda que la ponía. Sorteé, aturdido, su tanga y hundí mis dedos entre el lubricante que humedecía su vagina. Nunca me había sido fácil meter un segundo dedo, e incrusté un tercero con curiosidad. Entró solo. ¿Cuánto más duró aquello? No lo recuerdo, pero conseguí acabar en su boca y ella se lo tragó, sin derramar gota alguna. Acto seguido me sentí la persona más indigente sobre la faz de la tierra. Aquel minuto se asemejaba a la eternidad: un despreciable trashumante con los pantalones bajados y la mirada perdida en un cielo completamente negro y una negra que se ganaba la vida a costa de canallas como yo entre mis piernas, con los pechos fuera y el tanga a la altura de las rodillas. Volví a colocarme los pantalones e intenté recobrar mi decencia perdida por siempre. Le tendí un billete de cien y se fue por donde había venido.

Si yo fuera Bécquer habría pasado la noche con la vista perdida en el horizonte...

domingo, 10 de mayo de 2009

¿Carácter o actitud?

Solo cuando no queda nada que ocultar a una mirada ajena desvelamos nuestra verdadera identidad. La autenticidad se encuentra presa en cuerpos inermes, cristalizados. Moldeamos un talante determinado con ayuda de nuestro carácter, de criterios y pasiones, pero siempre en relación al resto, dependiendo de quienes nos rodean.
Pero, ¿quién es el mundo para juzgar la entonación de mi voz?, ¿quiénes las sombras para desarticular la danza de dos entes paralelas?, ¿quién la memoria para presionar el stop de un orgasmo serpenteante?
Somos un horizonte vacante de engendros nublados... caricias de colores en un mar anónimo. Todo.
Y nada.