Láquesis sentencia el declive de Abril. Abril infame, Abril licuado. Frente a la última rebelión de las saetas, Abril se desvanecía como quien nunca llegó a ser más que una columna baldía jugando al escondite. Pero aquel tañido no trascendía hasta los corazones rasgados del East End de Londres.
Los callejones, esbozados sobre un lienzo de inmundicia y suciedad, eran testigos de la vorágine que inundaba cada esquina; las fachadas necrológicas mantenían su mirada permanente sobre cada trance, habiéndose consumido con pretextos en forma de grietas, y el libertinaje que escapaba exhausto de cada antro desprendía un matiz tintado de gris. La cadencia discordante de los pianos y la serenata de una armónica olvidada se entremezclaban con la brisa que arrullaba el griterío de los marginados.
La incertidumbre que vagaba por el resplandor de las farolas apenas le permitía a éste perforar la oscuridad e iluminar las figuras desaliñadas que se recortaban sobre aquel escenario de mártires y verdugos. El látigo se hacía llamar hambre, errante famélico que arrastraba de su mano el desacierto de aquellos dispuestos a matar por dos chelines y un compás.
Las mujeres eran carne de viento enfurecido. Normalmente enfermizas y con el alma olvidada entre tanto quebranto, quienes tenían la suerte de poseer cierto atractivo y el lujo de poder permitirse un vestido decente buscaba clientes en Whitechapel, entregándose sin contrariedades por un par de peniques.
Hayley Rolland maldecía el primer instante en el que había impregnado su tráquea del oxígeno de la gran ciudad.