Mentiría si dijera que no me habría gustado decidir el haber nacido o no haberlo hecho. Aunque la nítida experiencia y mi índole impulsiva habrían creado la misma retraída realidad, pero al menos se me habría concedido la opción de elegir, y sería capaz de recordarme por qué estoy aquí.
Mentiría si dijera que no hubiera deseado escoger mi forma de sentir la sobrecogedora caricia del viento en un otoño venidero, de entrever los pesamientos ajenos sin ser capaz de escucharlos, de mi extravagancia al doblegar las percepciones. Aunque seguiría sin alterar la monotonía, pero habría perdido el pretexto de preguntarme si de verdad merece la pena. Si merece la pena descubrir que el resto de la humanidad no se molesta en pensar y de que tú no piensas como ellos. Si merece la pena sentirte tan solo cuando estás rodeado de gente imperfecta, y de que son esas imperfecciones las que marcan la diferencia. Si merece la pena subir el contraste de tu película en blanco y negro al máximo; los súbitos cambios de humor, de la euforia al resentimiento, esa frustración.